Allá por 1983, en el mes de agosto, los corazones sobrevivientes de la larga noche ya galopaban enfebrecidos, locos, con el grito golpeando las gargantas. No había sueños imposibles para nuestras ganas y jamás las páginas serían bastantes para registrar la crónica cotidiana de aquellos días y, menos todavía, de los que vinieron en los treinta años que han pasado desde entonces.
Ahora, en este agosto de 2013, nos preparamos otra vez para votar o sea, para concretar una de las tantas acciones que caracterizan a la democracia. Pero, las tres décadas no parecen haber servido para un mayor aprendizaje, para más madurez, más sabiduría, más tolerancia, más militancia respetuosa y comprometida con la realidad del grupo humano al que los candidatos le piden su voto.
Nuestra realidad se desarrolla en medio del bellísimo paisaje de Sierra de la Ventana pero, también, en sus calles de barro batido después de las lluvias, en la plaza del barrio cada vez más dejada de la mano de Dios, en los basurales que ostentan las veredas, en los baches que comprometen la salud, en la carencia de un lugar físico techado, cómodo, digno donde generar cultura y distribuir los bienes culturales a los que tiene derecho una comunidad.
Aquí se desarrolla nuestra realidad mientras el tiempo pasa y el bienestar involuciona ante nuestra vista y paciencia. Sin embargo, no hemos visto a candidato alguno caminando por las calles del barrio o tocando nuestras puertas para preguntar qué pensamos, qué creemos, qué soñamos, qué necesitamos, si los niños tienen lugar adecuado para jugar o los jóvenes espacios que contengan sus inquietudes o los viejos la atención indispensable para su mejor vivir.
Nada de eso. Implacables los diez mil novecientos cincuenta días de estos treinta años son el espejo que los confronta con la imagen de las limitaciones propias de quienes se aprestan a una contienda inmediata, de corto alcance, de no futuro como si nada de lo vivido, sufrido, sacrificado, derramado, perdido hubiera sido abono suficiente para que germinen más ideas, más propuestas creativas, más proyecto de país o – al menos – de distrito donde todos nos sintamos incluidos porque no somos el enemigo por vencer sino el vecino por convencer de que valdrá la pena mancomunar esfuerzos para cambiar esta realidad.
Un militante político, social, de la fe o de lo que sea que despierte su vocación y pasión, no es – no debe ser – un individuo que batalla para lograr su propio crecimiento exitoso. Un militante cree en la solidaridad social porque sabe que su individualidad sólo se realiza con el otro, con los otros, que transita los senderos de este mundo para luchar junto a los demás, para respetarlos, no para usarlos, siendo parte de un todo en constante proceso de humanización porque siempre está buscando una verdad que lo trasciende y da sentido a su vida. Esta verdad es su ideología amasada durante años, la que ha padecido, la que ha cuestionado, la que ha asumido sin importarle el costo que debió pagar. La ideología que comparte con sus compañeros, expresa su pensamiento más lúcido y que hace de él un sujeto y no un objeto de la historia.
NORMA BLANCA FERNANDEZ
